Vía de entrada de las mercancías que abastecían a la capital en el siglo XIX, la calle de Toledo ha acogido edificios señoriales, negocios artesanos, iglesias y posadas. Hasta el mismo Galdós vivía enamorado de esta calle rebosante de vida.
La calle de Toledo, que atraviesa el madrileño barrio de La Latina, parte de la Plaza Mayor hasta la Puerta de Toledo, y desde allí continúa hasta la Glorieta de Pirámides donde finaliza, enlazando con el puente de Toledo.

Hoy en día mide algo más de un kilómetro. Pero no siempre fue tan larga. Hasta el siglo XVI solo llegaba a la Puerta de la Latina. Cuando Felipe II amplió el perímetro de la muralla de Madrid se derribó esta puerta y se levantó otra a la altura de la calle Sierpe. Años después sería sustituida por una nueva puerta más al sur. Fue Fernando VII quien finalmente construiría la actual Puerta de Toledo, que aunque hoy parece un monumento aislado, en su día fue un auténtico acceso a la ciudad, rodeada por unos infranqueables muros.
Una calle llena de vida
Con esta localización estratégica no es difícil imaginar que en pleno siglo XIX la calle de Toledo fuera una de las principales entradas a la capital. Hasta ella llegaban a diario campesinos con sus carros cargados de mercancías y víveres, que después servirían para abastecer los mercados de la Cebada y San Miguel.

Desde el establecimiento de la Corte en Madrid, en 1561, esta zona de la ciudad siempre ha sido una de las más transitadas de la capital. La calle era compartida por campesinos, comerciantes y vecinos, pero también por el ganado que se dirigía hacia los mataderos de la zona. Hasta 1856 era común ver a las piaras entrando por la Puerta de Toledo y andando tranquilamente por el empedrado.
De los palacios a las tabernas
El primer tramo de la calle de Toledo lucía orgulloso su aire señorial y aburguesado, donde se daban cita el antiguo Colegio Imperial, el Hospital de La Latina y elegantes cafés. Sin embargo, entre la Plaza de la Cebada y la Puerta de Toledo, mantenía un tono más popular y castizo, con toda clase de posadas y pensiones, especialmente situadas en las Cavas Alta y Baja, por su cercanía al Mercado de la Cebada.

Las calles se completaban con tabernas y negocios artesanales, entre los que destacaban las esparterías y las herrerías, en una época donde las calles olían a gallinejas y los ratos libres de los vecinos eran regados con chatos de vino. El Madrid más auténtico, para muchos. Un espíritu de barrio que todavía se recupera al pasear por el Rastro, o en la calle de la Paloma o Las Vistillas, en plenas fiestas.
Inspiración literaria
La calle de Toledo, primero camino y luego adoquinada y con tranvía, siempre se ha caracterizado por su bullicio. Una calle llena de vida que enamoró a Benito Pérez Galdós, que describiría su ambiente en su obra Fortunata y Jacinta: “Iba Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no la distrajo de la atención que a su propio interior prestaba”, se puede leer en su obra.

Fue precisamente Galdós quien calificó a esta vía como la más bonita de España: “La calle de Toledo, arteria pletórica de vida, de sangre, de gracia, de alegría y, ¿por qué no decirlo?, de belleza, pues pienso que no hay calle en el mundo más bonita ni más pintoresca”. Un orgullo que también sentían los propios vecinos, que solían entonar esta copla: “Al echar Dios al mundo / la sal y el garbo / cayó la mayor parte / en este barrio. / Olé, salero / de las calles del mundo, / la de Toledo”.
Siempre de moda
La calle de Toledo siempre ha sido un Madrid en miniatura. Un compendio abreviado de España, tal y como describió Mesonero Romanos, quien dijo que esta vía era “sin duda la más poblada y animada de la capital”.

Hoy en día, el bullicio de esta calle sigue intacto. Las estrechas callejuelas que desembocan en ella, llenas de pequeños comercios y locales con encanto, siguen conservando el sabor de siempre. Esta es, quizá, la razón que atrae a los numerosos visitantes que a diario llegan hasta la calle de Toledo deseosos de exprimir al máximo su esencia, su historia y las sorpresas que esperan a la vuelta de cada esquina.