Lina Morgan y La Latina: una historia escrita entre aplausos

Hay calles donde cada piedra tiene memoria. Donde los churros no solo huelen a masa frita, sino a infancia. Donde los escaparates reflejan un cielo familiar desde el nacimiento. En Madrid, La Latina se convirtió en uno de esos lugares, no solo un barrio, sino el escenario en el que se desarrolló la vida de una de las actrices más queridas de España, Lina Morgan.

El nombre de Lina Morgan quedó unido para siempre al teatro La Latina, el mismo edificio donde comenzó como bailarina de segundo plano y terminó como maestra, leyenda y alma del escenario. Pero su viaje fue mucho más largo que la distancia entre el backstage y el centro del escenario.

La chica de la calle Don Pedro

María de los Ángeles López Segovia nació en 1937 en el corazón de La Latina. Vivían en la pobreza. Aprendían en taburetes traídos de casa. Recogían cartón y vidrio para contribuir al presupuesto familiar. En aquellos días, pequeños placeres como los churros los domingos eran auténticas celebraciones.

Pero incluso en medio de la necesidad, había algo más que vivía dentro de ella, algo que la atraía hacia el escenario. A los 11 años ya bailaba; a los 13, estaba de gira. Y entonces les dijo a sus padres: «Quiero dedicarme al teatro». Afortunadamente, su padre no se opuso.

El escenario de La Latina y el destino

Lina consiguió su primer trabajo en el teatro La Latina a los 16 años. Entonces no ganaba mucho dinero, pero le daban chocolate y pasteles y era feliz. En 1953 ya ganaba treinta duros y le compró un traje a su hermano. Treinta años después, volvió a comprar el edificio del teatro, no un alquiler, ni un simple trabajo, sino la propiedad, un sueño que convirtió en realidad.

¿Saben lo raro que es que un actor no solo actúe en un escenario, sino que se convierta en parte de él, en su corazón? Lina Morgan se convirtió para el teatro en lo que Sarah Montiel fue para el cine. La gente venía de todo el país para ver «sus» obras. Las colas en las puertas del teatro se alargaban como en un concierto de una estrella. Era sencilla, vivaz, divertida y con movimientos reconocibles, cercana a todo el mundo.

Cuando le reprochaban la monotonía, respondía simplemente: «¿Acaso Charlo o Cantinflas eran diferentes?». Tenía su propio personaje, ingenuo, un poco ridículo, siempre una heroína bondadosa, de la que el público se enamoraba desde el primer minuto. Y aunque había 70 salidas en la función, el público siempre la esperaba.

El Teatro La Latina se convirtió en su hogar en sentido figurado y literal. Cada 15 de agosto, cuando las calles se llenaban con la procesión de la Virgen de La Paloma, la actriz salía del teatro con flores. El público guardaba silencio en señal de respeto. La propia Lina, modesta, a quien no le gustaban los teléfonos ni los espejos rotos, vivía por y para el escenario. Ni las joyas ni las novelas le eran más queridas que los aplausos.

Atardecer, pero no olvido

En los años 90, conquistó la serie de televisión Hostal Royal Manzanares, que supuso un nuevo escenario y le reportó millones. Pero detrás del brillo exterior se escondía una tragedia personal, la muerte de su hermano. A partir de ese momento, su luz comenzó a apagarse. En 2010, vendió el teatro, con la promesa de mantener su compromiso. Y en 2015, se marchó por su propio pie. En el escenario donde interpretó sus mejores papeles se instaló una capilla funeraria.

Hoy, miles de personas pasan frente a un mural de 2300 azulejos pintados a mano en el metro de La Latina. No se trata de una decoración cualquiera. Es un recuerdo, un recordatorio de cómo una chica normal y corriente de la calle Don Pedro cambió todo un barrio, de cómo el amor por el teatro puede convertirse en el trabajo de toda una vida y de cómo un barrio puede recordar a su estrella para siempre.

La Latina y Lina Morgan son una historia y un sentimiento: una sonrisa en el rabillo del ojo, un cálido resplandor desde el escenario y el leve suspiro del público: «Bravo, Lina».